La comunidad escolar está conformada por todas las personas que intervienen directa o indirectamente en la escuela, quienes establecen una red de relaciones sociales que va mas allá del simple intercambio de información referente a su papel dentro de la escuela como parte de la educación de las y de los niños.
Aunque la discriminación no siempre nace en la escuela, en ella encuentra un lugar donde reproducirse, reflejarse y al mismo tiempo esconderse, cobijada por la indiferencia y la validación de comportamientos a pesar de ser socialmente inaceptables, que se traducen en claras actitudes de intolerancia ante la diversidad.
La política escolar, la cultura y la práctica son susceptibles de cobijar y propiciar discriminación.
Declaraciones sexistas como “los niños no lloran”; “si te portas mal tu castigo será sentarte en la fila de las niñas” o “el taller de carpintería es para los niños y el de costura para las niñas”, tienen una carga discriminatoria que sólo contribuye a acentuar las desigualdades que actualmente existen entre hombres y mujeres.
Cuando el lenguaje se convierte en vehículo de transmisión de ideas discriminadoras, se tiende a etiquetar y estereotipar a los distintos actores de la comunidad escolar a través de chistes y apodos, sin reparar en los comportamientos de rechazo y exclusión.
En particular, el hostigamiento que sufren por ejemplo, los niños pertenecientes a minorías religiosas ante su negativa a participar en actos cívicos frecuentemente acaba en la aplicación de sanciones, el descrédito público y la burla de sus compañeros y, en el peor de los casos, en agresiones físicas infligidas por docentes, alumnos o hasta por padres de familia que intentan obligarlo a adoptar y permanecer en determinadas posturas.
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